Tal como se acepta la ignominiosa derrota, se comprende, o digo, empiezo a comprender la pulsión de los años o la inminencia del vacío. Vastas nubes de muerte, manchas informes, invaden mi cuerpo, o invaden esa cosa impalpable que se siente como una bolsa de aire en el pecho, devastan los espacios de luz, arrasan, dejan, igual que tornados, desolaciones insondables. Daños irreparables.
Empiezo a estar cansado de un cansancio que abruma. Los ojos se cierran. La muerte nunca es repentina, sino un proceso. No es la vida, sino la muerte lo que transcurre. Es la muerte lo que empieza desde que soy parido. La vida en sí, es una paradoja, ya que nunca estamos vivos del todo sino algo muertos, muy muertos o muertos.
Está el golpe final, el hachazo. Pero entretanto lo que crece es la desesperación, porque no vas a poder leer los libros de tu biblioteca ni conocer las ciudades que soñabas.
Las nubes se ven o no, pero siempre están por ahí, como mariposas, haciendo de cronómetro histérico. La arena que cae somos nosotros. Las mariposas andan por ahí, hasta que se posan definitivamente y después, nada. Pero nada.
Imagen: Robert & Shana ParkeHarrison