viernes, 23 de julio de 2010

Distancias (II)


Cuando cayó la noche el río se hizo eterno.
La tierra que piso es una islita, y en la dirección que quiera moverme, me hundo en charcos playos. Después, los charcos se vuelven profundos. Así que no tengo más alternativa que regresar a mi islita, que no sé por qué cuestión, permanece imperturbable ante la voluptuosidad del agua.
Hay un olor de río, de pescado podrido, de barro. Un zumbido del viento que viene de todas partes. Tengo una voz inmemorial que me repite, que del otro lado del río, estás vos. Vos, o sea lo que quiero.
No recuerdo muy bien este lugar ni este tiempo. Aunque la islita es donde yo debo estar, confinado y silencioso. Resignado. Atravesar el río tiene sus riesgos. El río es profundo y está lleno de monstruos.
Dicen que salir de la isla es para pocos. Dicen que vos estás en otra isla. Dicen, los susurros del río, que millones de islas andan por ahí. Y hombrecitos muy quietos, hablan quedito con su sombras.
Adoro esta isla que me tocó en suerte, pero quisiera que fuese más grande. Para que sea más grande tengo que conseguir que la distancia, que me une a vos, desaparezca. Llegar hasta tu isla.
Pero cuando cayó la noche, el río se hizo eterno...

miércoles, 21 de julio de 2010

Los atardeceres

No resucito al atardecer. Es una hora que me gusta (esperarla), pero estoy como muerto. Una especie de sopor transita mi cabeza y quedo tieso, mirando las cosas que pasan frente a mi. No pienso, ahora que lo pienso. Aunque ella dice que nadie puede estar sin pensar.
Al atardecer contemplo como transcurre el mundo. Lo estoy diciendo ahora, desde afuera, porque sé, que en ese instante en que contemplo, no soy conciente de qué ni de cómo contemplo. Ni siquiera, soy conciente de que contemplo. Es una forma de contemplar absolutamente blanca, o transparente. No evalúo ni dimensiono las cosas que suceden.
Al atardecer me dejo llevar. Hay una droga, un aroma, un sonido. Pero están ahi, sin poder "ser percibidos" como tales. Simplemente están, y yo estoy. No me percibo, tampoco.
Supongo que en el fondo, lo que quisiera es estar así para siempre. Que nada externo me vulnere. Que la contemplación sea sólo eso, sin necesidad de digerir, de interpretar, de hipotetizar.
No creo que la muerte sea un estado muy diferente a ese "estar durante el atardecer", enajenado, abstraido. Los muertos no han de sentir el dolor. El dolor siempre está del otro lado del muro, de la piedra.
Cuando llega la noche, las cosas se trastocan. Empieza el ruido, y uno, sólo empieza a preparar su día de mañana. Y en cada casa pasa lo mismo. Excepto en las casas de los muertos, donde los atardeceres son eternos.

lunes, 19 de julio de 2010

Distancias (I)



Sueño, recurrentemente, con una distancia. Lo cual es "extraño", y sin embargo, lo que nos une. Es extraño, porque es imposible ilustrar las distancias. Doblemente extraño, considerando, que es lo único que tenemos en "común".
Sueño con un camino lleno de monstruos y tormentas. Un desierto que abunda en trampas naturales y precipicios artificiales. Las noches, peladas de frío. Todo eso es la distancia.
Pero se insiste en que nadie puede dimensionar la distancia, darle una forma, explicarla, sino acercándose al "objeto" del deseo. En esos sueños de distancias, jamás se tiene el "objeto". Si uno mira bien, todos los sueños del mundo han de ser sobre distancias.
Recuerdo, por ejemplo, los sueños infantiles de cumpleaños. Recuerdo el exacto momento en que iba a darle el mordisco al sandwich de miga, y el sueño se interrumpía abruptamente. Así que me despertaba con el sabor amargo de la distancia entre mi boca, mi sentido del gusto y el sandwich onírico.
Sueño con pájaros que me acercan y vientos que me alejan. Arenas metiéndose en los ojos. Una oscuridad definitiva, y sin embargo, la luz.
Sueño con tu pueblo, perdido, con tu aroma, con tu río. Se presume un río. Sueño que he de estar muy cerca, y la distancia, ya no es tal.
Sueño, de repente, que estoy frente a vos. Que no puedo articular palabra en el escenario de mi sueño. Una nueva distancia, quizá, más profunda.
Sueño que me mirás como a un bicho raro. Que tu amor no es tan difícil, pero se resiste. Tal vez, sólo sea un asunto de caprichos.
Sueño con un campo infinito de narcisos, amarillo y espumoso. Sueño con tu sonrisa y tu lágrima, que, inevitablemente, se desdibujan.
Sueño que me sigue faltando la palabra...

jueves, 15 de julio de 2010

De las flores


Le dí las flores, los hombres de su tiempo se rieron con sorna. La devaluación de las flores es una secuela triste que sigue a la desaparición de la estirpe caballera. Se sabe que, en los tiempos de la máquina, un caballero despojado, pasa por loco o payaso.
Le dí flores, y ella me miró, anonadada, mientras un coro de risas estallaba, ordinaria y disonante.
Es el tiempo de la "seducción continua". Los botones excitan el ánimo. Una máquina pasa de un botón a cien, y de cien a uno. Nada se queda quieto. Todo es vértigo. Como si el movimiento pudiese conjurar la soledad. Estar pegado al otro, comunicado, saber dónde está, qué está haciendo. Una comunidad infinita de islas que intentan acercarse, mutuamente, pero no para "saber del otro" o "dar", sino porque ese "saber del otro" me "da" la presunta tranquilidad de no estar solo, la obsesiva "neutralización" de la inseguridad física, el mal mental de la era de la máquina.
Las flores eran para el "otro". Las maquinitas nos proveen el control de nuestro vacío infinito, el control de nuestras distancias insalvables. Nosotros inducimos, futilmente, sobre las distancias, y con botones pretendemos que ya no estamos solos, ni lejos. Pero las islas están huecas, y debajo, ni siquiera está el mar. Sino el monstruo implacable al cual alimentamos con migas de un pan duro y enmohecido.
Las flores causan risa, porque no tienen el imán del metal, o el poder hipnótico del botón que me lleva de una puerta a la otra, de una isla a la otra. Puertas sin nada detrás, islas desiertas para siempre.

Imagen: La lección de música  - Johannes Vermeer

lunes, 12 de julio de 2010

Discurso inaugural


Estoy parado sobre la piedra. Calculo que la piedra podría ser yo. Desde la piedra puedo ver demasiado, pero lo que veo está atrás. Nada que vaya hacia adelante puedo percibir, y si algo existe en el futuro, ya está escrito en el pasado.
Gozo de una absurda libertad, porque, repito, desde esta piedra puedo mirarlo todo como si fuese un dios. Pero en absoluto puedo "concebir", lo que vaya "a suceder", si no es atado a la que "ya fue".
Fragmentos dispersos de experiencia se atraviesan en ese mar inconmesurable e inasible. Cosas que alguna vez "fueron", pero que retornan ahora de una manera "difusa", "desdibujadas". Puedo mitificarme o degradarme, pero nada es lo que fue en la exacta parcela de "tiempo" en que ocurrió. En el punto.
Hay una frontera, una línea. Es la piedra. Magnética y empíricamente, la piedra dirige mi existencia hacia atrás. Ya no puedo avanzar, sino que desando. Puntas lacerantes de otras piedras, me amenazan, nubes que se amontonan sin explicación. La niebla me ciega.
Es un instante donde el camino se queda sin argumentos. No hay curvas, no hay bifurcaciones. Sólo se puede avanzar retrocediendo. Sólo tengo la piedra, y un camino que no transcurre. Trozos indefinidos se acumulan o se superponen.
Si quisiera lanzarme al mar que tengo enfrente, me arrojaría a un caos terrible de sucesos inciertos. Pero aún tengo la piedra.

Imagen: "Caminante ante un mar de niebla" . Caspar Friedrich