martes, 10 de abril de 2012

SUEÑO CON SOMBRAS

Caspar David Fiedrich





Si supieras mirar a los ojos al viento, podrías leer mi presencia de días anteriores en la tempestad que amaina sobre tu piel. No pido tanto. Si bien me gustaría que alguna vez acunases sobre tu lengua mi nombre. Una por una sus letras encriptadas en tu saliva. Hay una caricia deslizándose hacia ti en el envés de cada uno de mis gestos. Pero eso no basta y hace tiempo envié mi sombra en peregrinaje hacia tu cuerpo. Pocos saben del valor de la sombra, fruto de la cópula entre el ser y la luz. Floración del sol en el tallo del hombre. Tal y como te digo envié mi sombra. La plegué como un barquito para que transitara un océano de olvido. Con un suspiro de amor henchí sus velas escuálidas. La acompañé con mi mirada hasta la línea tibia del horizonte, y luego envié bandadas de poemas para que me trajesen nuevas de ella. Pero mis poemas cayeron en el pico de una gaviota. Y se agitaron hasta la muerte del mismo modo que el pez. Plateados y agónicos. Ignorante de su destino sueño con fundirme con mi sombra que te busca por las calles. Ahora soy yo la que habita su vientre. Umbilicalmente me alimenta de luz. Esa sombra en la que me oculto llega hasta ti mientras tú lees bajo un árbol. Te ovillas en ella, refugiándote del calor del verano. Sin que lo sepas mi sombra y tú os acariciáis voluptuosamente. Desde su entraña te escucho rezongar como a un gato. Quiero salir. Aparecerme ante ti parida por una sombra. Que me pienses delirio hecho carne. Pero no poseo el filo que pueda desgarrar su vientre. Por lo que me conformo con que acunes sobre tu lengua mi nombre. Mientras descansas en los brazos de la sombra de ese árbol, ignorante de la mujer que anidó en ella.

miércoles, 4 de abril de 2012

Muerte (VI)





La historia no registra una sucesión de muertos regresando del espanto y si, hordas de vivos abarrotando cementerios. Los muertos no narran ni tienen aventuras, sino en extraños libros que especulan sobre mundos subterráneos o paralelos. Supercherías para sostener o alivianar el peso de esa cruz aterradora.
Nadie sabe de la muerte pero cualquiera tiembla ante su trueno, como si se tratase de un dios mongol o la amenaza del castigo inscripta en libros milenarios.
El placer está regulado, precisamente, por esa incertidumbre. El goce es la cuerda del funambulista. La muerte drástica la corta con los filos de hipótesis sin mango.
De la muerte se infiere el infierno como pena, el ahogo constante o el agobio del fuego; o se infiere el desgraciado olvido, la vida como esa ráfaga fugaz que borra las huellas en la arena, se infiere el dolor de ya no ser, que en cierta forma, es también un castigo; o se infiere la mera putrefacción de los cadáveres, sin omitir los cuerpos que se empiezan a pudrir con precocidad.
La muerte es el péndulo en la garganta del goce. Ese péndulo de siglos que nosotros, estamos dispuestos a mantener "ahí". Es paradójico que, de lo único que no puede hablar el cuerpo sea el vérdugo de lo único que pone al cuerpo más allá del cuerpo, que lo diviniza, que lo trasciende.

Imagen: TOMOHIDE IKEYA