No he podido librar esta lucha contra el asedio, la desesperante certeza de que todo lo que se hace, lo efímero y la aparentemente durable, lo correcto, lo incompleto o lo equivocado, son pequeñas heridas de muerte que no se borran, ni se disimulan. Están ya ahí, como la señal de un mapa, la bifurcación de un camino, la elección entre diversas alternativas, el bueno o el malo, o como la marca que nos define, indefectiblemente.
No he podido vencer al tormento que se abalanza sobre mí, en ciertas noches, y que urde un hueco en mi cuerpo, con el filo de las cosas que pudieron haber sido y no fueron, lo que pude hacer y no hice o lo hice de otra forma. Y esa forma de hacerlas, que son como clavos, no deja de machacar en la cabeza.
Cuánto hay de error en el desarrollo de un camino, cuánto del inexorable destino impreso en lo propio. Qué vida pude salvar, qué crimen impedir, qué violación detener. Cuánto pude haber hecho y cuánto temor o cobardía o comodidad atraviesan la línea de mi existencia como un río desbordado de veneno.
Qué, de lo que me benefició, perjudicó a otro, qué instante glorioso fue la miseria de un desconocido, qué goce mío conllevó la desgracia y la amargura de algo que amé.