miércoles, 25 de enero de 2012

El peso de las cosas

No he podido librar esta lucha contra el asedio, la desesperante certeza de que todo lo que se hace, lo efímero y la aparentemente durable, lo correcto, lo incompleto o lo equivocado, son pequeñas heridas de muerte que no se borran, ni se disimulan. Están ya ahí, como la señal de un mapa, la bifurcación de un camino, la elección entre diversas alternativas, el bueno o el malo, o como la marca que nos define, indefectiblemente.
No he podido vencer al tormento que se abalanza sobre mí, en ciertas noches, y que urde un hueco en mi cuerpo, con el filo de las cosas que pudieron haber sido y no fueron, lo que pude hacer y no hice o lo hice de otra forma. Y esa forma de hacerlas, que son como clavos, no deja de machacar en la cabeza.
Cuánto hay de error en el desarrollo de un camino, cuánto del inexorable destino impreso en lo propio. Qué vida pude salvar, qué crimen impedir, qué violación detener. Cuánto pude haber hecho y cuánto temor o cobardía o comodidad atraviesan la línea de mi existencia como un río desbordado de veneno.
Qué, de lo que me benefició, perjudicó a otro, qué instante glorioso fue la miseria de un desconocido, qué goce mío conllevó la desgracia y la amargura de algo que amé.

viernes, 20 de enero de 2012

Muerte (V)


El avión comenzó a hacer movimientos intempestivos y exageradamente violentos. Un chirrido del infierno. Una música de caños. La noche era muy negra, más negra que todas las noches de mi vida. No se veía, pero se presentía, que estábamos más cerca de la tierra y de una forma no adecuada. Se sentía la tragedia, como ahora siento, que la próxima vez que suba a un avión, estaré poniendo los pies en la las fuentes de la muerte, y será inexorable, aunque intente escapar a los aviones, no habrá forma de resistir. Peor para mí, que los aviones siempre me han resultado más excitantes que las mujeres. 
La clave es el número 9. No sé a qué refiere. En el sueño eran los pasajeros. Pero los sueños no tienen por qué ser literales. Por eso el avión parecía enorme para 9 personas. Siguió girando y silbando como loco unos segundos, cada vez más acelerado, como si estuviese en el núcleo de un tornado.
Un segundo o menos. Silencio absoluto. Creo que no llegué a aterrorizarme. Quizá no tomé conciencia. En un trance extraño pude advertir mi nueva forma de existencia, en un objeto minúsculo, insignificante. Pero sin embargo, vital. Quizá un portacirios.
Una nueva vida, intrascendente para el mundo, pero plena para mí, envuelta en una brisa de paz y goce extraño. Desperté temblando y sonreí, recordando algo que alguien me dijo hace poco: "Nadie sueña su propia muerte."

Imagen: Philipp Bartz

sábado, 7 de enero de 2012

Del caos


Soñé con mis enemigos acosándome a espada y veneno. El espanto de la muerte violenta sudándome en la nuca.
Soñé con los que se retiran a la sombra y aún peor, los que se exilian en el atormentador silencio de la tumba. Una sucesión de rasgos reconocibles, otros borrosos.
Soñé con las mujeres que amé. Mil caras como el héroe. Las vi sentadas, ordenadamente, en un salón muy iluminado donde se baila el vals. Hablaban sobre mí y mis defectos. Otras cosas se dirán frente a mi cadáver, todo será falso halago y lisonja.
Soñé con un discurso sobre la muerte, el influjo de Marías: “El que muere siempre lleva la ventaja de ser el que deambula en lo oscuro, siempre latente su regreso, de alguna forma monstruosa, fantasmal, etérea. Volver a obrar, quién sabe qué horror sobre los vivos que algo le deben o lo calumniaron o lo sometieron a tormento físico.”
Soñé con la desgracia y la risa y el llanto, todo difuso en nubes de humo cabareteras. Nadie sabe qué es lo que se impone, si el irremediable dolor o el fugaz goce. Los infinitos senderos del goce se colaron en la realidad, y retumbaron largamente.

Imagen: Raymond Voinquel