lunes, 26 de marzo de 2012

COMPAÑEROS DE VIAJE




El despojo de un animal cosido al asfalto por la puntada ajustada de unos neumáticos. El vientre en jornada de puertas abiertas para los gusanos. Celosías de sangre coagulándose al aire. Los ríos, los mares interiores, abandonando lentamente el cuerpo. Del mismo modo que una planta, este animal no tardará en secarse al sol para ser sólo pellejo, y a continuación una mancha informe en la carretera. Pero antes vendrá un perro. Quizás uno de esos perros que vagan solos, abandonados por sus dueños, a los que soy incapaz de mirar a los ojos, porque en ellos se escribe toda la intemperie del mundo. Vendrá atraído por el hedor de este animal descerrajado.  Se acercará y olisqueará. Y luego, como respondiendo a un imperativo categórico, comenzará a restregarse contra este amasijo de pelo, carne y vísceras. Lo hará de un modo frenético, diría que casi sensual, si no resultara repugnante. Nunca he podido entenderlo, pero hoy he entrevisto una analogía. Mirando a este cadáver, que sin la intimidad de una fosa se pudre, he pensado en la pena.  En que toda pena se queda en un lugar del camino, embestida en uno de los muchos volantazos del automóvil de la vida. Algunas personas la toman y sin más la entierran, pero otras actúan como el perro y comienzan a olisquear, o a lamer la sangre reseca. Se refriegan contra el pellejo. Aúllan un celo. Y continúan durante mucho tiempo restregándose contra esa pena, con un deleite a todas luces masoquista. Como el perro la confunden con un compañero de viaje junto al que eluden toda esa intemperie que se lee en sus ojos. La gran mayoría hemos actuado de este modo alguna vez. En cuanto a la pena caemos fácilmente en la necrofilia.

2 comentarios:

  1. Lo has dicho todo y tan bien que nada hay que se pueda añadir, salvo incluirme en ese grupo de necrófilos masoquistas.

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  2. Mis penas son mis compañeras de viaje pero intento lamérmelas sola (temo confundir a las hienas con perros y convertirme, sin darme cuenta, en carroña). A veces pierdo las penas en la calle, pero jamás las entierro. No sé hacerlo.

    En cuanto a penas ajenas, suelo ofrecerme a lamerlas. Pero eso sí, si veo que el herido usa su pena como excusa, lo más probable es que, luego de un tiempo, me vaya a lamer a otra parte. Es que una tiene que cuidar su lengua (es imprescindible).

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